Hace unos minutos he encontrado mi vieja mochila abandonada en
un rincón de la buhardilla junto a otros objetos utilizados recientemente en el
último tramo del Camino que hemos realizado. Acostumbrado hasta hace pocos días
a transportarla continuamente, aún con los hombros doloridos, la había olvidado
por completo el mismo día de nuestro regreso. Aunque al principio sientes como
que te falta algo, ahora ya no la echo de menos.
Sí echo de menos, sin embargo, aquellos amaneceres preciosos y
atardeceres espectaculares, aquellas largas caminatas por senderos
interminables, agotados por el sol o entumecidos por la lluvia, en soledad o en
compañía, siempre hacia un destino cierto aunque desconocido, siempre hacia el
más allá, por aquellos caminos que atraviesan verdes praderas empapadas por el
rocío de la mañana o por la lluvia caída durante la noche o que ascienden hacia
las cumbres o descienden hacia profundos valles en su atrevido intento de
atravesar montañas buscando el paso hacia otras que poco a poco te van acercando
al destino prefijado: Santiago de Compostela.
Durante unos días, hemos dejado atrás, olvidadas casi por
completo, nuestras actividades habituales para adentrarnos en otras totalmente
diferentes. La adaptación a las primeras etapas del Camino, a la carga de la
mochila, al cansancio, al esfuerzo y al dolor que producen las botas al caminar,
a las literas de los albergues, a conciliar el sueño durante las noches, a
compartir desayunos, cenas y comidas con otros peregrinos, muchas veces
desconocidos, la adaptación, en definitiva, al Camino, resulta al principio
costosa, aunque poco a poco, nos vamos acostumbrando hasta que pronto nos parece
algo totalmente habitual.
Ahora, ya concluido, ha quedado atrás. El regreso es tan rápido
y efectivo que tampoco nos deja mucho tiempo para adaptarnos de nuevo a nuestra
vida cotidiana, habitual, que dejó de serlo hace unos días y que vuelve a serlo
hoy, tan de repente.
Así es el Camino.
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